En la entrega pasada estuvimos hablando sobre dar muerte a la muerte, a ésta enfermedad del alma que aqueja a millones de mexicanos y personas de todo el mundo: La tibieza y mediocridad del alma.
Hoy quiero hablar de otro tipo de muerte y de resurrección que no se ha entendido todavía.
Para ello, me remonto al año 2009, donde hice un viaje a Tierra Santa; es decir, al Estado de Israel, lugar sagrado para judíos, cristianos y también musulmanes.
En aquella ocasión, además del peregrinaje espiritual, quise entender al Jesús humano y al Jesús judío.
¿Dónde lo entendí? El lugar es un pueblo llamado Naín, a dos millas al sur del Monte Tabor. Hoy, éste lugar lleva el nombre de un muerto, cuyo hijo fue resucitado para resucitar a su viuda.
¿Qué sucedió en éste lugar?
Allí fue el primero de los tres milagros de Jesús en los evangelios canónicos donde resucita a un muerto; los otros dos son la resurrección de la hija de Jairo y la de Lázaro.
Dice el texto bíblico:
“Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Acercándose al ataúd, lo tocó y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces dijo Jesús: “Joven, yo te lo mando: levántate. Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar.”
Cfr. Lucas 7, 11 al 17.
¿Cuántos años tenía el hijo de la viuda de Naim? Veintitantos años. Ella probablemente era una mujer de mediana edad, que vivía en un pequeño pueblo agrícola y que ahora se encontraba espiritual, social y económicamente en la indigencia.
¿A quién resucitó Jesús?
Obvio contestamos que al hijo de la viuda, cuyo nombre no sabemos. Pero también resucitó a la misma viuda; porque en la cultura hebrea, siendo mujer, sin marido y sin hijos, estaba muerta para la comunidad de aquella época. Muerta social y espiritualmente. ¡Sola en el mundo!
Ahora quiero regresar al S.XXI.
Dice Zygmunt Bauman:
“Nos hallamos en una situación en la que, de modo constante, se nos incentiva y predispone a actuar de manera egocéntrica y materialista.”
Vivimos la cultura del desacérate, donde hacemos invisible aquello que no esté en capacidad de producir y monetizarse de inmediato; donde excluimos al medio ambiente, a los seres humanos, e incluso al mismo Dios. Es decir, el término valor es sinónimo de producción y consumo. El concepto de persona ya no es percibido como un principio primario que hay que respetar, cuidar y proteger, sino como instrumento de lucro.
Y es así como dice el Papa Francisco I:
“Todo lo que no entra en este concepto, es “descartable” como residuo (ancianos, no nacidos, desempleados, indígenas, pobres, discapacitados…); o es sometido a nuevas y diversas formas de esclavitud. (Trata de personas, tráfico de órganos, mano de obra en condiciones infrahumanas…)”
No tengo nada en contra de que se respete la preferencia sexual de cada quien. Pero se me hace incoherente, que en el tema de inclusión se hagan visibles, por intereses políticos, sólo a minorías como las del LGTBQ+ y los feminismos radicales.
Pero, tratándose de los más de doce millones de indigenas en México, de las millones de personas con alguna discapacidad física o intelectual, de las más de diez y siete millones de personas en pobreza extrema, es decir, personas en pobreza alimentaria, de educación, de nutrición, y sin acceso a la salud ni a servicios básicos. Es increíble que para ellos no existan políticas, ni leyes que las incluyan. Siendo que son representativamente mucho más numerosas que otros grupos y colectivos progres que tienen todo el apoyo del aparato del Estado.
¡Están muertos ante la sociedad como lo estuvo la viuda de Naím! Sólo están en el discurso de los populistas y de los demagogos.
Siempre he dicho que las personas fuimos creadas para ser amadas y las cosas para ser usadas. El problema del mundo es que cada vez amamos más las cosas y usamos más a las personas.
Tenemos que acercarnos y tocar con el alma de todos éstos que no están muertos, pero como si lo estuvieran.
Tenemos que tocarlos con la fuerza de la educación, con el compromiso de la política, con el lenguaje de la responsabilidad social y la sustentabilidad, con el bálsamo de nuestra sonrisa, y con la elocuencia de nuestras acciones; recordando aquello que le dijo el Quijote a Sancho Panza:
«Cambiar el mundo, amigo Sancho, no es locura ni utopía, sino justicia»