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El juicio se internó por un inexplora-

do territorio dialéctico de argumentos

 y contra argumentos, de criterios y

anti criterios donde los códigos mora-

les fueron anatemizados acaloradamente

por unos y defendidos con furia por o-

tros. Todos se creían poseedores de

la verdad, de modo que poco era de extra-

ñar que el debate desembocara en

una ardorosa confusión. Así, llegado

el momento del veredicto, nadie supo

quién era más culpable: el maniático

que ocultaba su impudicia debajo de

la gabardina, o el juez, que exhi-

bía llanamente su pudor.

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