Uno cree que ya lo vio todo… hasta que termina en el cumpleaños número cien de alguien a quien ama y la vida te dice: “Siéntate, pendeja, que todavía te faltan lecciones”. Hace unas semanas estuve en la fiesta de Lucía, mi mojarrita —sí, así le digo, ¿y qué?—, celebrando el siglo que tiene encima como quien presume medallas de una guerra. Porque eso son. No cualquiera llega lúcida, entera y con la cerveza bien agarrada. A estas edades muchos ya no saben ni dónde dejaron la mitad de su vida. Ella sí. Y lo dice sin temblarle la voz.
Lo más cabrón es que Lucía no sólo cumplió 100 años: los disfrutó. Reía con esa carcajada que molesta a los amargados y bendice a los que entienden que la alegría también es un acto político. Yo no paré de tomar fotos. Y no porque sea la tía ridícula del álbum, sino porque había que documentar ese milagro: una mujer centenaria mandando al diablo al tiempo y brindando como si el mañana estuviera en oferta.
Mientras la veía, me propuse llegar también a los cien. Pero llegar bien, no llegar arrastrándome ni sobreviviendo con la pura terquedad. Llegar con dignidad, con humor, con ganas de seguir criticando idioteces y abrazando a quien lo merece.
La fiesta me recordó algo que siempre olvidamos cuando nos sentimos muy autosuficientes: sin la gente que te quiere, estás jodida. Punto. Y ahí entendí algo que no se aprende en libros ni en asambleas: la familia no es sólo la que te parió, sino la que llega, se acomoda y sin preguntar ya te está cuidando.
Yo tengo a Fer, mi hijo biológico, que me da luz incluso cuando anda de necio. Tengo mis perrhijos: Misha, Beau y Ash, que entienden la vida mejor que muchos políticos. También tengo a esa familia rara y hermosa que llegó sin aviso y que adoro: Ted y su familia toda, Manolo de @AmoresPerros quien me dio a nuestra Ash, Yael y su genialidad, Kristhian y sus atenciones con megabyts, Danny y su pasión, David con su habilidad para volar, Marina y sus cuatro hijos y su mamá, a punto de cumplir, también, sus cien años. Todos jóvenes intensos, brillantes, sensibles, humanos, medio locos o locos y medio, pero jodidamente reales. Me han hecho parte de sus planes y de sus sueños como si yo fuera una brújula y no una señora que ya aprendió a sobrevivir sin pedir permiso.
Y mientras tanto, la vida sigue sorprendiéndome. No, no pienso convertir esto en un mensaje motivacional de esos que huelen a incienso y autoayuda. Eso déjenselo a quien necesita vender humo. Yo sólo quiero decir una cosa sin filtros, sin miedo, sin cursilerías baratas:
¡Y vuélvanse a sorprender en serio, amén de verdad, carajo! Porque ahí empieza todo: en la magia, la sensatez, el milagro y el valor para mandar al carajo lo que no sirve: Lucía sopló sus cien velas como si fueran un trámite. Y yo la miré con una mezcla de admiración y ganas de pedirle su receta para vivir chingón sin importar los años.
¡Feliz cumpleaños, mojarrita! Porque cada viernes, como desde hace años, sigamos degustando nuestros respectivos pescados en el restaurante de tu hija Carmelita y su marido Javier, a quienes también adoro. Que la vida nos siga obsequiando alegría entre risa y risa, bocado y bocado, secreto y secreto, trago y trago, chisme y chisme, ¡aunque se enfríen las mojarras!
Lucia: ¡Que sigas enseñándonos que estar viva, a veces, es el acto más revolucionario, más terco y más hermoso que podemos cometer!
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