Arnoldo Márquez
Como una especie al borde de la extinción, las apariciones, los lamentos susurrados y las sombras errantes que una vez habitaron los camposantos se desvanecen en el silencio. Los trabajadores de estos lugares, con sus manos curtidas por la tierra y el tiempo ya no ven, no oyen, no sienten. El miedo, en otros tiempos, un escalofrío que erizaba la piel, se ha reducido a una nube de humo disipada por el viento.
Si es una maniobra de los administradores para ahuyentar a los curiosos y cazadores de fantasmas, su estrategia es implacable. Hace apenas cinco años, historias como la que está por leer encendían la imaginación desafiando a los vivos a enfrentarse a la muerte. Ahora, los cementerios exhalan un aroma a olvido, nostalgia y una soledad que pesa como una losa.
A continuación, se desentierra un relato de los días de Todos Santos, cuando el velo entre mundos se adelgaza. Es una historia antigua, pero que su eco aún resuena como el crujir de las hojas bajo pasos invisibles. Amanda Torres, una mujer de manos callosas y corazón endurecido por la necesidad, trabajaba en el Panteón Municipal. No era sepulturera, aunque su labor de ocho a cuatro de la tarde, fregando lápidas y acarreando cubos de agua, no distaba mucho. Comenzó cargando baldes para ganarse el sustento hasta que su dedicación le permitió mantener las tumbas relucientes, un orgullo silencioso en un lugar donde todo parecía desmoronarse.
Antes del cementerio, Amanda fue empleada doméstica. “No tenía de dónde sacar, sin estudios y con seis hijos, ¿qué iba a hacer? Ahora tres ya trabajan, y los otros tres están en la universidad”, decía con una mezcla de cansancio y orgullo. Pero fue en el panteón donde su vida cruzó el umbral de lo inexplicable en una tarde que aún le roba el aliento al recordarla.
El sol, un disco anaranjado, se hundía tras las colinas, tiñendo el cielo de un rojo enfermo. Amanda llenó su cubo en la pila de agua. De pronto, un alboroto de aves irrumpió en el aire, sus graznidos afilados como advertencias. El viento, frío y cortante, azotó las ramas desnudas, que crujieron como huesos quebrándose. Amanda, con el sombrero de palma calado hasta las cejas, ignoró el presagio. Ajustó la carretilla y avanzó hacia la entrada principal con el chirrido de las ruedas marcando un ritmo fúnebre.
Cruzaba la sección de Cuarta Clase. Un rincón del cementerio donde las lápidas, desgastadas por el tiempo se inclinaban como si quisieran hundirse en la tierra. Entre las capillas abandonadas, cubiertas de polvo y hojas secas, divisó una figura. Era una anciana encorvada, de tez oscura y cuerpo frágil, casi esquelético. Vestía un luto riguroso, un vestido negro que parecía absorber la luz y una chalina cubría su cabello blanco dejando en sombras un rostro surcado de arrugas. Sus pies, descalzos, se deslizaban sobre la tierra sin hacer ruido, como si flotaran.
Amanda, intrigada, se acercó. La anciana estaba de rodillas ante una tumba olvidada, marcada sólo por una cruz de madera astillada. Con manos temblorosas, agrietadas como la corteza de un árbol seco, apartaba las hojas muertas, sus movimientos lentos, casi rituales. Un ramito de cempasúchil, fresco y vibrante, descansaba sobre el montículo de tierra. Amanda sintió una punzada de vergüenza al ver el descuido de aquel rincón.
–Madrecita, ese trabajo no es para usted… déjeme ayudarle –dijo, su voz suave, casi un susurro, temiendo romper la quietud.
La anciana alzó la mirada, y por un instante, Amanda creyó ver un destello de gratitud en sus ojos hundidos.
–Qué amable, hijita, respondió con una voz dulce y quebradiza, como el repique de una campana rota. Es una manda. Debo hacerlo yo.
–No, no, mire, a su edad podría lastimarse… insistió Amanda, dando un paso más.
El aire se volvió denso, como si el tiempo se detuviera. La anciana giró la cabeza, lenta, de-ma-sia-do lenta, como si cada vértebra protestara. Sus labios se curvaron en una mueca que no era sonrisa, y su voz, ya no dulce, retumbó con un timbre grave, inhumano, como si brotara de las entrañas de la tierra.
–Dije no…
–¡LÁRGATEEE!
Amanda retrocedió, el cubo cayó de sus manos con un estruendo que resonó en el silencio.
–¡Ave María Purísima, Santa Madre de Dios, llena eres de gracia!, balbuceó, mientras oraba, su corazón golpeando contra las costillas. La figura de la anciana, inmóvil, parecía crecer, su sombra alargándose como una garra sobre las tumbas.
Con el pánico arañándole la garganta, Amanda corrió hacia un árbol cercano y se ocultó, jadeando. Cuando se atrevió a mirar, la anciana había desaparecido. El ramito de cempasúchil seguía allí, pero la cruz de madera estaba rota, partida en dos. La tumba parecía… viva, como si respirara bajo la tierra.
A la mañana siguiente, con el alba tiñendo el cielo de un gris plomizo, temblando Amanda regresó al lugar. Encontró a un colega, un hombre de pocas palabras que barría las veredas con gesto perezoso. Le contó lo sucedido, cada palabra. Él la escuchó sin inmutarse, como si tales cosas fueran rutina.
–En esa tumba… dijo al fin, señalando con la barbilla. Ahí yace un muchacho, asesinado hace unos 20 años. No acepta que estaba muerto. Anda penando, negándose a partir. La anciana que viste era su madre. Murió de vieja, pero sigue viniendo, cuidándolo. Lo calma, le da vueltas, como si pudiera llevarlo al Limbo. Ella está enterrada cinco clases más abajo.
Amanda tragó saliva, con el frío del amanecer calándole los huesos.
–¿Y podría… volver a aparecer?, preguntó.
El hombre esbozó una sonrisa torcida.
–Cada dos años, en estas fechas, regresa. Pero no le hagas caso. Hablarle sería desafiar a lo que no debe ser nombrado.
Amanda, fanática de José José, se ajustó el sombrero, aferró su carretilla y siguió su ruta. Aunque el cementerio ya no era el mismo. Cada sombra parecía observarla, cada ráfaga de viento traía un susurro. La anciana, o lo que fuera, había dejado una marca en su alma. “Si vuelve a aparecer, no le diré nada”, se prometió, aunque sabía que el panteón guardaba secretos más oscuros, y que la muerte, en ese lugar nunca descansa.


