Günter Petrak
A finales de los setenta seguía llevando el pelo largo y en ocasiones me ponía alguna camisa floreada. Aunque mi gesto era habitualmente hosco, producto de mi formación alemana y la vida difícil que me había tocado vivir, poseía ciertos modales que algunos habrían calificado de afeminados. En ocasiones la melancolía adquiría la forma de un gesto sutil; según las fotos que he podido rescatar de aquella época, la sonrisa casi imperceptible parecía ternura disfrazada de tristeza, y mi inclinación a buscar la belleza en ciertas cosas intrascendentes pudieron ser señales equivocadas. La primera experiencia la tuve en un viaje que hice a la ciudad de México con mi tía, la menor de las hermanas de mi mamá, apenas cuatro años mayor que yo. Estábamos esperando en el andén del metro cuando ella me abrazó fuerte y me dio un beso en la mejilla. Desconcertado me quedé mirándola. “Ese tipo” — me dijo y señaló con un gesto a un joven. —¿Te está molestando? —pregunté. “No, te está mirando, le gustaste”. No recuerdo cuál fue mi reacción, pero habrá sido de indiferencia, nunca tuve prejuicios, de hecho, por aquella época mi mejor amiga era lesbiana (IEM). No obstante, unos años después sufrí la desagradable experiencia del acoso de parte de un compañero del taller literario al que asistíamos, quien me acorraló en un rincón de la Casa de Cultura de Puebla. Hubo forcejeo, aunque no insultos. Al final logré mantener una cierta amistad con él, de mutuo respeto (moriría en 2020). Los setenta y los ochenta fueron una época de mayor intolerancia que ahora, con momentos terribles: uno de nuestros amigos, homosexual, a quien apodábamos el “patecabra” porque cojeaba debido a una malformación en su pierna, fue asesinado en su departamento de una forma brutal y sádica, amarrado a la cama. El machismo imperante afectaba por igual a hombres y a mujeres. El peor insulto que te podían escupir era el de “maricón” o “puto” …
Y aquí sigue un cambio de escena: Es 1980. En el pequeño cubículo pintado de blanco hay un escritorio, una silla y un librero; detrás del escritorio, colgado en la pared, está un retrato enmarcado, en blanco y negro, de Beethoven, trazado a lápiz. Es enorme, si uno lo ve desde el hall de la entrada al bloque de oficinas ocupa el ancho de la puerta. Era el cubículo de mi jefe inmediato, un joven guapo, de modales refinados que usaba ropa de marca. Me simpatizaba, era amable en el trato y era culto. Trabajábamos en el área de servicios al personal de una empresa siderúrgica y nuestra tarea consistía en coordinar actividades recreativas, de capacitación y culturales para los empleados y sus familias. Un día le pedí permiso para ir a la ciudad de Puebla (la empresa se encuentra en San Miguel Xoxtla, a 22 kilómetros) a recoger algunos trípticos que había mandado a hacer en una imprenta. Él me dijo que me acompañaba en su auto. Puso un casete de música clásica y después de un rato de silencio me preguntó: “¿eres normal?” … Bueno, le dije, tengo dos brazos, dos piernas… “Me refiero a si te gustan las mujeres”.
- ¡Ah, claro! ¿A ti no?
- Sí, pero me gustan más los hombres.
Silencio.
- La imprenta está a unas cuadras de mi casa. Te invito un café.
No era una casa lujosa, pero tenía un piano de Steinway & Sons.
- Estudié en Nueva York. Leonard Bernstein fue mi maestro.
Lo escuché con arrobo, no sé cuánto tiempo, la melodía se impregnó en mi ropa, en mi piel y la llevé conmigo durante días. Nunca estuve seguro de si su intención fue seducirme, no intentó tocarme, no me hizo insinuaciones. A ambos nos despidieron cuando la empresa entró en crisis y desapareció el departamento en el que trabajábamos, pero antes de eso, contratamos al cantante Emanuel para un evento de fin de año de la fábrica. La atmósfera de la empresa, de la oficina de mi jefe y la música de Beethoven me inspiraron el cuento “Los cristales invisibles de sus gafas” que fue publicado en la revista Ciencia y Desarrollo y aparece en varias antologías de cuento de Ciencia Ficción.