La señal de la mujer que regresó del monte

Hoy desperté con un brillo inusual en el rostro. No era belleza ni sueño reparador: era un tipo de luz que no nace de la piel, sino desde dentro. Un resplandor que anuncia movimientos invisibles, presencias antiguas, ajustes cósmicos que ninguna ciencia explica, pero que el alma reconoce.
Me levanté con la certeza de que algo —o alguien— me había tocado durante la madrugada. Caminé hacia mi clóset, ese santuario íntimo donde guardo mis historias colgadas en ganchos, y entre cientos de blusas, una avanzó sola: negra, profunda, detenida en el tiempo y, en el pecho, impreso con solemnidad, en colores crema, gris y negro, el rostro de María Sabina, fumando un cigarro de marihuana, con la leyenda: “Sacerdotisa de los hongos mágicos 1894-1985”. María Sabina, la que hablaba con lo invisible, la mujer que abrió puertas que el mundo moderno aún no comprende. No fui yo quien la escogió. Fue ella quien me llamó.
Me la puse y sentí un influjo dulce en la piel. Mis tres perrhijos, esos guardianes de cuatro patas que perciben presencias antes que cualquier humano, se me acercaron en silencio. Me olfatearon, me rodearon como si reconocieran que algo sagrado estaba presente en mí. No ladraron. No se inquietaron. Sólo observaron, atentos, con ese respeto innato que tienen los animales hacia lo espiritual.
Salí rumbo al banco y ahí comenzó la danza pública del destino: miradas largas, susurros, un par de cejas levantadas. Un joven, sin filtro alguno, exclamó lo que muchos pensaban desde sus asientos: “Señora… ¡qué blusa tan chingona trae!” Me sonreí. Porque no era una prenda. Era un mensaje cargado de siglos.
Al regresar a casa, mis tres perrhijos fueron los primeros en avisarlo: se acercaron a la mesa con esa mezcla de alarma y fascinación que sólo tienen cuando hay algo nuevo en casa. Ahí estaba asomándose: un libro sobre María Sabina, colocado como un mensajero puntual. No recuerdo haberlo puesto ahí, haberlo comprado u hojeado antes. Parecía recién dejado por una mano sabia. Lo vi. Me vio. Y dije lo más honesto que me ha salido en días: “Esta pinche vieja me quiere decir algo.”
Ese mismo día recordé lo que me expresó el doctor Jorge, un hombre que entiende la vida desde lugares donde pocos se atreven a mirar. Señaló:
“Alejandra, no hay mal que no se pague. Ni bien que no regrese multiplicado. La vida siempre ajusta cuentas.”
Sus palabras me enderezaron por dentro. Me habló de Kike, cuya presencia todavía sigue tibia en mis recuerdos. Me recordó que el amor no desaparece: se transforma en raíz, en guía, en sombra luminosa. Esa noche soñé a Kike, no como recuerdo, sino como presente; estaba de pie, mirándome con la misma claridad con la que me veía cuando quería que entendiera algo sin mencionarlo. Y comprendí: estoy viva porque tengo algo que decir, algo que escribir, algo que defender.
María Sabina decía que la palabra es medicina, pero sólo cuando viene desde el alma. Decía que todo acto regresa. Toda intención tiene destino. Y que una mujer que camina con verdad no teme a las sombras, porque ya aprendió a encender su propio fuego. Su filosofía era simple y brutal: “La vida es espejo. Todo se paga. Todo se limpia. Todo regresa”. Lo he confirmado: la maldad vuelve con precisión quirúrgica; la bondad regresa lenta, pero regresa; la mentira corre rápido, pero se cansa; la verdad, aunque llegue tarde, nunca pierde la carrera.
Hoy agradezco mi vida. Agradezco a mis tres perrhijos que sostienen mi ánimo incluso cuando mis caricias viajan lentas para corresponder. Agradezco a Kike que sigue caminando conmigo desde un plano donde ya no existen las despedidas. Agradezco a mis sueños que son mensajes. Agradezco los golpes recibidos que fueron maestros; a las batallas que me templaron. Agradezco a mis enemigos que me hicieron más sabia, y a mi carácter que se niega a arrodillarse. Agradezco a mi voz que no negocia ni se vende, y a mis amigos que me hicieron más humana. Y agradezco, sobre todo, que María Sabina haya regresado desde la montaña para tocar mi puerta espiritual y recordarme quién soy: mujer de palabra, de intuición, de fuego, de rumbo, de verdad. Ella llegó con su imagen en mi blusa, en un libro sobre mi mesa y el brillo en mi rostro. Yo, incrédula por naturaleza, entendí que hay mensajes que sólo se presentan cuando una mujer ya vivió lo suficiente para interpretarlos.
Aún no sé qué quiera decirme, su código es infinito… pero estoy escuchando. Y eso, eso basta.

alefonse@hotmail.com

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Alejandra Fonseca
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