Dicen que envejecer es un castigo. Yo digo que peor es no poder hacerlo.
Hoy la gente se retuerce frente al espejo, se estira la cara, se inyecta juventud postiza, se filtra con apps para ocultar la fecha de caducidad. Se disfrazan de veinteañeros mientras el alma les cruje como hueso seco.
A mí el tiempo no me toca. No me arruga. No me alcanza.
Y eso… eso también es una condena.
Nací en 1888.
Sobreviví a la Revolución.
Me enterraron más de una vez.
Me cosieron a balazos, me degollaron, me dieron por muerto.
Pero no morí.
Nunca muero.
No soy un mito, ni un ángel caído, ni un elegido de nadie.
No vine a salvar el mundo.
Solo quería vengar a mi padre, que lo ejecutaron frente a mis ojos cuando yo tenía 15.
Sólo quería evitar que mi madre siguiera siendo golpeada por el mismo bastardo que la dejó viuda.
Sólo quería vivir… pero el infierno me hizo eterno.
REVOLUCIÓN Y TRAICIÓN
Mi padrastro me entregó al ejército como quien se deshace de un perro callejero.
Tenía 20 años y ya no creía en nada. Ni en Dios, ni en justicia, ni en patria.
Lavaba caballos, reparaba botas, cargaba cadáveres.
Un don nadie, un bastardo de hacendado marcado para morir.
A mi padre le volaron la cabeza frente a la casa.
Yo estaba escondido detrás de un tronco.
Vi cómo le discutían, cómo le apuntaron, cómo lo dejaron tendido con los ojos abiertos y la frente agujereada.
Corrí a abrazarlo, grité, lo zarandeé.
No respondía.
Las risas de los asesinos se clavaron en mi oído como espinas.
El cabrón que lo mató… terminó siendo mi padrastro.
Y mamá nunca dijo nada.
Nunca.
Ni un grito, ni una defensa.
El miedo la dejó muda. A mí, me volvió un animal.
Me metieron a las filas revolucionarias como quien tira basura a un barranco.
Yo no sabía ni disparar.
Tiempo después se apareció en mi camino Vicente López, un tipo de mirada cansada y cicatrices viejas, me enseñó a disparar.
No por bondad, sino porque leyó en mi cara que ya estaba muerto por dentro.
Con él entendí que la guerra no tiene banderas, sólo tiene hambre.
Y rabia.
Mucha rabia.
Dijo que tenía fuego en los ojos.
Yo tenía hambre de revancha.
Me infiltraron entre los enemigos como espía. Me hice pasar por soplón.
Traicioné a los míos, sí. Pero ellos ya me habían traicionado a mí desde antes de nacer.
Cuando vi la sangre correr por culpa de la información que solté, algo en mí se quebró.
Deserté.
No por cobarde.
Por estar harto de pelear por una causa que no era mía.
Cambié de bando. Me uní a los hombres de Madero.
Y entonces, me marcaron.
Traidor.
Se volvió la palabra que me perseguía más que las balas.
Le pusieron precio a mi cabeza.
Era oficial: el mundo me quería muerto.
Pero ni eso podían lograr.
MUERTE Y RENACIMIENTO
Una noche regresé a casa. Cinco años habían pasado.
Sólo quería ver a mamá… y a mis hermanos.
Y sí, también quería verlo a él. Al bastardo.
Mi padrastro seguía ahí. Borracho.
Golpeando.
Dueño de todo lo que alguna vez fue nuestro.
Le grité que saliera.
Él salió, riéndose, con la boca podrida de arrogancia.
- ¿Vienes a esconderte en las naguas de mami, niño?
- Baja la pistola. Vamos a ver qué tan hombre eres ahora.
Peleamos. A muerte.
Yo tenía ventaja. Lo tumbé.
Y justo cuando creí que lo vencería, sacó una pistola de entre las botas y me disparó en el pecho.
Después me cortó el cuello.
Caí.
Escupiendo sangre.
Oyendo los gritos de mis hermanos.
Oyendo a mamá pedirme perdón como si eso pudiera coserme la garganta.
Todo se fue apagando.
Primero el color, luego el sonido.
Negro.
Y después… la tos.
La asfixia.
La sangre en mi pecho… sin herida.
La bala en mis manos.
El cuerpo sin un rasguño.
No entendía nada.
Sólo sabía que estaba vivo… otra vez.
LA VENGANZA
Pasaron meses. Me oculté en el monte.
Veía a mamá de lejos. A mis hermanos.
Ya no podía acercarme. No como antes.
Entonces apareció él.
Un cazador de recompensas, decían.
Pero era otra cosa.
Se hacía llamar Anjali.
Un monstruo de ciudad con cara de apache y modales de demonio.
Flechas, hachazos, trampas. Todo lo usó.
Y yo… seguía vivo.
Sangraba, gritaba, pero no moría.
De enemigos pasamos a aliados.
Él tenía su historia, yo la mía.
Y ambos compartíamos una cosa: el odio.
Planeamos la caída de mi padrastro.
Y esta vez, no fallé.
Lo até a dos caballos y lo arrastré por la hacienda.
Le quité la camisa y le devolví cada maldito latigazo que le dio a mamá.
Le arranqué los gritos, las lágrimas, el terror.
Y cuando sus ojos pidieron piedad… le di el tiro de gracia.
Esa noche dormí por primera vez en años.
En 1928, mamá exhaló su último aliento.
Murió con los ojos tranquilos.
Y ese día, Anjali me dijo la verdad:
- Tú no ser humano, ese don que tienes… también es maldición. Te van a odiar por eso.
SOLEDAD Y ETERNIDAD
Es tan frustrante perder a los que amas y seguir con el rostro intacto, como si el alma no se rompiera con ellos.
Uno a uno se fueron y yo seguía ahí, sin una sola cana, con el mismo rostro que me vieron.
Y lo peor no es verlos morir… es que te teman.
Que te envidien.
Que te odien por no poder envejecer.
SIGLO DE PLÁSTICO
Hoy camino entre sombras.
No porque sea un fugitivo, sino porque este siglo me da vergüenza.
El mundo entero se pelea por parecer joven.
Usan agujas, bisturís, filtros de teléfono.
Ocultan arrugas como si fueran crímenes.
Juegan a ser eternos con maquillaje y poses de Instagram.
Presumen juventud falsa mientras yo cargo con la verdadera como un castigo que no se va.
Me observan.
Me preguntan mi rutina.
Que qué crema uso.
Que si me hice un “arreglo”.
Algunos me llaman bendecido.
Otros, aberración.
Nadie sabe que vi morir a mis hermanos.
Que enterré a mi madre.
Que la revolución me quitó todo, menos la vida.
Y ahora vida es lo único que ya no quiero.
No tengo arrugas, pero tengo grietas.
No tengo edad, pero tengo siglos en la espalda.
No tengo canas, pero cada día pesa como un disparo sin sangre.
No hay nada más triste que vivir para siempre en un mundo donde todos están muriendo por parecer vivos.