Hay amores que nacen como la furia de una cascada.
Intensos, imparables, hermosos por salvajes. Gritan en cada roce, se desbordan en cada gesto.
Pero hasta la cascada más brava se desgasta.
El agua sigue fluyendo, sí, pero más lenta, más turbia, más silenciosa.
A veces no es que el amor se muera.
Es que se transforma en algo que ya no sabemos cómo nombrar.
Y cuando eso pasa, uno puede seguir viviendo con lo que queda…
O tener el valor de aceptar que se acabó.
Antonio eligió lo primero.
2012
Toño trabajaba en una empresa gris como sus días. Las dinámicas eran una mezcla de oficina y cantina.
–¿Qué, eres gay o te pegan? –le decían con burla–. Si no nos acompañas, te descontamos el salario.
Aceptaba. No por gusto, sino por necesidad.
Regresaba oliendo a cigarro y cerveza ajenos, la camisa húmeda de sudor que no era suyo.
No llegaba borracho, pero sí con la mirada extraviada.
Liz lo esperaba despierta. Primero con preocupación. Después, con rabia.
–¡Ve cómo llegas! ¡La hora! ¿No hay teléfonos donde andas?
–Había mucho ruido, lo siento –decía él.
Ella se iba a dormir sin mirarlo.
Él se quedaba frente a una taza de café frío.
Así fue durante meses.
La distancia
Liz se fue a cuidar a su madre enferma. Un mes, luego tres, después un año. Al final dos.
Los mensajes se acortaron. Las videollamadas se volvieron torpes.
Hasta que llegaron las frases que matan más que un adiós:
- Estoy cansada.
- Me duele la cabeza.
- No tengo ganas.
Toño lo entendía… hasta que dejó de hacerlo.
No era otro hombre. Pero sí un vacío.
Uno que él ayudó a cavar.
Probó llenarlo con escritura.
Intentó el gimnasio, pero una enfermedad lo frenó.
Tiempo después volvió, no con fuerza, sino con culpa.
Mientras tanto, Liz subía fotos bailando zumba. Sonreía con una energía que ya no le provocaba a él.
Toño aprendió a vivir con los restos del amor.
Rutina. Silencios. Promesas sin destino.
La noche
Las discusiones se volvieron punzantes.
–Siempre se te olvida lo que importa, Toño. Como aquella vez…
Él bajaba la mirada. Sabía exactamente a qué se refería.
Hubo una noche.
Una que ella no perdonó.
Una que él no ha podido perdonarse.
Toño llegó tarde. Muy tarde.
Liz fingía dormir. Él se movía como un ladrón en su propia casa.
Al mirarse al espejo vio el rastro:
Un beso que no pidió, que no devolvió, pero que no borró.
Labial rojo en su camisa blanca. Un color que Liz no usaba. Uno que no era de casa.
No confesó. No explicó. Se acostó. Apagó la luz.
Silencio.
Días después, Liz cambió. Se volvió callada. Luego cortante. Finalmente, distante.
Hasta que un día preguntó:
–¿Por qué no borraste los mensajes?
Toño no preguntó “cuáles”.
Ella lo había leído todo.
No había fotos.
Pero sí lo peor: insinuaciones. Juegos. Palabras indebidas en horarios indebidos.
–¿Qué soy yo para ti, Toño? –le preguntó ella, sin lágrimas.
Él no respondió.
Porque ninguna palabra servía.
Desde entonces, cada discusión arrastraba el eco de esa noche.
Una mirada bastaba para recordárselo.
–Siempre haces lo que quieres. Igual que aquella vez.
Toño ya no se defendía.
Sólo vivía entre culpa y limosnas.
Escombros compartidos
Por amor a Liz, Toño se quedó.
No como pareja. Como amigos.
O eso decía ella.
Dormían juntos, sí. Pero la cama ya no era altar. Era frontera.
Ella lo atendía como esposa.
Pero ya no lo amaba como mujer.
Murieron los besos.
Murió el “nosotros”.
–Los amigos no duermen juntos –le dijo ella.
Pero dormían. Espalda con espalda.
Como si el cuerpo recordara lo que el alma ya quería olvidar.
La soledad no era estar solo.
Era sentirse solo, incluso acompañado.
Toño, que aún la amaba –como sólo ama quien se sabe culpable–, buscó desahogo en el gimnasio.
Cada mancuerna, un grito mudo.
Cada gota de sudor, una súplica.
Cada rutina, una penitencia.
No hablaba con nadie. No se mostraba.
Solo cargaba peso. Literal y figurado.
–Si no fuera por ti, no estaría vivo –le confesó una noche.
Ella no respondió.
Porque hay silencios que no son fríos.
Son escudos.
Cada noche, Toño regresaba a casa adolorido.
Se duchaba. Se metía a la cama. No la tocaba.
Y así pasaban los días.
Él mirando el techo.
Ella fingiendo dormir.
Lo único que compartían era el colchón.
El resto… eran escombros.
2025
Dicen que el amor lo puede todo.
Pero a veces el amor se queda solo.
Y el perdón, también.
Antonio Montana eligió quedarse.
No por cobardía, sino por amor.
Eligió pagar con presencia.
Aunque su alma se estuviera yendo por dentro.
Eligió compartir el pan, los días, la cama…aunque ya no hubiera cuerpo que lo esperara del otro lado.
Eso también es una forma de amar.
Una que no se escribe en los libros.
Una que no se aplaude
Una que se vive en voz baja y muere en silencio.
—
Epílogo
Dicen que hay amores que no se mueren, pero se apagan.
Y a veces no se trata de quién falló primero, sino de todo lo que se dejó de decir cuando aún había tiempo.
Toño lo entendió tarde. Como tantos.
Porque uno cree que el amor aguanta, que el perdón espera, que el otro siempre va a estar.
Hasta que un día, aunque el cuerpo siga ahí, ya no queda alma para abrazar.
Toño aprendió demasiado tarde que el amor no se sostiene sólo con la presencia, sino con el alma que lo acompaña.
Un amor apagado es como un fuego sin llamas: cálido en el recuerdo, pero frío en el presente.
No espere que el amor se apague para recordarlo. Ame, perdone y abrace hoy, porque el tiempo no regresa.
Queda en nosotros elegir ser como Toño o ser quienes abrazan en vida.
Porque los “te quiero”, los abrazos, las miradas sinceras… no son para después.
Son para dar en vida.