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¡No hay que echarle dinero bueno al malo!, reza el dicho popular. Y es que lo estamos observando en los últimos meses en nuestro país. Empezamos por la cancelación del NAIM, en octubre pasado, a pesar de que en campaña el presidente López Obrador y su consejero económico Alfonso Romo le aseguraron a los empresarios y a la opinión pública que, de no tener que meterle dinero público, se continuaría con la obra de 13 mil millones de dólares. A pesar del compromiso porque la inversión se financiaría con fondos privados y se pagaría con la aplicación de la Tarifa por el Uso Aeroportuario (TUA), el presidente decidió, previa ‘consulta popular en todo el país’, que se cancelaba la obra. No importó el costo de miles de millones de pesos directos por la cancelación de la obra y las decenas de empleos perdidos actuales y futuros.

 

Luego, el anuncio de que sí se va a construir el tren maya y la refinería de Dos Bocas, una vez llevada a cabo la ‘consulta’, envió otro mensaje. Dinero multimillonario a proyectos de muy poca rentabilidad económica (aunque muy positivo que se invierta en el sur del país). La baja rentabilidad de la refinería fue confirmada por el Instituto Mexicano del Petróleo, cuyo director general fue destituido poco después de su publicación en un diario.

 

Luego han venido los ajustes al Presupuesto, a los salarios de los servidores públicos (excepto los sindicalizados), el plan de negocios fallido de Pemex y la reducción de su calificación crediticia. La redistribución del gasto hacia beneficios para la gente más vulnerable, pero a costa de beneficios también a la gente más vulnerable que opera a través de instituciones y organizaciones de la sociedad civil, y la reducción del presupuesto de inversión productiva. Lo muy bueno, indispensable, es el compromiso por tener finanzas sanas. Eso quiere decir, para el gobierno de AMLO, no gastar más de lo que tiene y sostener un déficit cero o cercano al cero.

 

Lo que vemos entonces son algunos casos emblemáticos de echarle dinero bueno al malo. El más relevante hacia futuro, no porque lo ocurrido hasta ahora sea poco importante, es el caso de Pemex. No hay duda de que la compañía productiva del Estado ha enfrentado problemas financieros desde hace tiempo, lo que en este espacio es imposible reseñar. Sus problemas no son nuevos y tienen que ver con problemas operativos, sindicales, de corrupción y robo de combustibles, de pasivos laborales, de reducción de la plataforma, de producción y reservas, de endeudamiento, de haber sido la vaca lechera del gobierno, entre otros. Es cierto, el gobierno de Peña Nieto le inyectó más de 300 mil millones para aligerar su pasivo laboral a cambio de una reforma a su sistema de pensiones. Por otra parte, mucho de su gasto de inversión se financió con endeudamiento externo, y en colaboración con inversionistas privados.

 

Pero el fallido plan de negocios que presentó la empresa en Nueva York, y que elevó la tasa de interés de su deuda, propició en pocas semanas la reducción de su calificación crediticia. Las otras dos calificadoras le dieron seis meses de gracia para que el gobierno hiciera los ajustes necesarios.

 

La respuesta del gobierno fue la inyección de recursos frescos en tal magnitud, que los inversionistas consideraron como muy poco alentadores dichos esfuerzos. El gobierno dijo que reviraría la apuesta. En eso estamos. En algún momento, tendremos un nuevo plan con el que, en palabras del presidente, “rescataremos” Pemex.

 

Ese es precisamente el problema. La decisión política, palabra de “me canso ganso” (que se parece a aquella famosa de “defenderé al peso como un perro”), de que Pemex debe ser “salvada” cueste lo que cueste. Y aquí hay dos posibilidades que se me ocurren: si le inyectan mucho dinero fresco para salvar el problema en el corto plazo implicaría una merma importante de recursos para el gobierno federal. Eso implicaría reducir aún más el gasto (para sostener un déficit controlado) y acrecentar la parálisis económica que ya se ve en este primer trimestre. Eso detendría la economía y los recursos fiscales frescos se habrían desperdiciado. Un segundo camino es que el plan que se presente siga siendo insuficiente y que la calificación crediticia de Pemex se convierta en ‘bonos basura’. Ello elevaría aún más el costo de su deuda lo que absorbería, a su vez, más recursos fiscales con las consecuencias descritas arriba.

 

La única alternativa viable es modificar, de fondo, la estrategia energética y el plan de negocios de Pemex: invertir donde el rendimiento sea mayor (exploración y extracción de petróleo) en lugar de la refinación (Dos Bocas), restructurar sus pasivos laborales y financieros, eficientar la distribución (no por pipas) acompañados por un marco regulatorio creíble e independiente. Eso implica darle fuerza al Consejo Independiente de Pemex, fortalecer la Comisión Reguladora de Energía y la Comisión Nacional de Hidrocarburos. Todas estas cosas van en contra de la decisión política sobre Pemex y el sector energético. Lo veo poco posible. Seguiremos echándole dinero bueno al malo.

Por: Enrique Cárdenas Sánchez

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