Historia Verdadera de Günter Petrak
No tengo forma de saber cuándo compró mi abuelo materno el terreno en el que construyó casa, habilitó chiqueros y gallineros y sembró su huerta. Mis abuelos, mis tíos, mi mamá, quienes nacieron o vivieron ahí desde la infancia, han muerto. Acaso habrá sido en los años cuarenta del siglo pasado. La colonia América, según he podido investigar, nació en esa década (la réplica de la fuente de San Miguel que se ubica en el parque Habana de la América Norte data de 1944). Yo nací en 1958 y viví en la calle de Ecuador 1007 desde los dos hasta los siete años, luego como el flujo de la marea me fui y volví varias veces a la Avenida de las Américas 3813… Cuando era niño, un canal limitaba la avenida y por él fluía el agua que regaba los sembradíos de claveles y de otras flores que la familia Cuacuas cuidaba con devoción. En la huerta de mis abuelos había membrillos, manzanas, perales, tejocotes, palmeras datileras, aguacates y tomates, frambuesas y música de tríos, de Pedro Infante, Armando Manzanero, Javier Solís… Los extremos de la granja estaban delimitados por bardas de piedra de menos de dos metros de altura, por eso no era difícil brincarla para caminar hasta el río Alseseca, cruzarlo y subir por el cerro Tepozuchitl de la 25 zona militar hasta el faro que lo coronaba. Pedro Cocholín Cuacuas Cano, alias Perico, fue de mis primeros amigos, tenía una destreza extraordinaria con el charpe y no pocas veces fui víctima de sus tejocotazos. También dominaba y sigue dominando el arte de elaborar papalotes; es tan bueno que ha ganado premios internacionales. En la actualidad vive de impartir clases y vender sus cometas. Mis anécdotas con él y con el resto de la banda de la cerrada Venezuela (en lo que se convertirían los sembradíos de flores) son tantas que es difícil sintetizarlas aquí, como son tantos los nombres de las familias avecindadas en las calles de La Habana, Ecuador, Venezuela, Brasil, Argentina, Las Américas. Algunos tuvieron o tienen sus momentos de fama como Dinorah López, esposa de Toni Gali (ex compañero mío de colegio, ex presidente municipal y ex gobernador de Puebla) o Alejandro Armenta, actual gobernador del estado; pero también están los Tamayo, Kuri, Maraboto, Sotomayor, Orrego, los Rosas, quienes tuvieron la famosa Sombrerería Cuauhtémoc, Campomanes, Bonilla, Furlong, Valerio, Pedroarena, Zúñiga, Chávez, Villagómez, De campo y… ufff. Tantos nombres, tantos momentos que llegan como cascada y los quisiera convertir en cuerpos, en rostros, en voces, pero son vapor, agua que se condensa, se mece en vaivenes y después fluye por los recovecos de la memoria, mojando aquí y allá sin depositarse en el anhelado manantial donde se pudiera ver su reflejo. Y entonces, sólo puedo ir agarrando de aquí y de allá los retratos borrosos de nuestras reuniones, como aquella en la casa de Beto cuando me emborraché y confundí las croquetas del perro con galleta (y me las acabé) o cuando antes de llegar a casa me encontré, de madrugada, una matita de mariguana en la huerta de mis abuelos y por lo cual nuestro amigo César me puso el mote de Rolando Mota o el de Don Jacinto (en los ochenta el Gobierno creó un personaje con ese nombre para prevenir el consumo de drogas); a la huerta la nombró el Rancho Las Matas… Los difíciles años ochenta y principios de los noventa tuvieron su medicina en una intensa vida social con mis amigos y vecinos, fundamos el equipo de futbol Real Venezuela, nos íbamos al table dance y hacíamos, cada enero, la “quema amada de árboles”, donde nos despedíamos de las fiestas decembrinas dándole fuego a los arbolitos de Navidad ya secos. Cada uno tenía su apodo, Beto era el Sonrics, Pedro el Perico o el Diablo; Alejandro y Eulogio, los Hules (“Ulogio” y “Ulejandro), el Gogo, el Cale y así estaban también el Panchela, el Cadáver, el Cani, el Cuervo, los Chivos, el Inge… Yo era Mecky, como me decían en mi casa (cuando nací, con los pelos parados, mi abuela paterna me comparó con un puercoespín de juguete que llevaba ese nombre). A ellos se agregarían mis primos los Pepes y Jorge, e incluso mi hijo. Y cuando evoco aquellos tiempos, los oídos se me llenan de las voces de José José, Laureano Brizuela, el grupo Timbiriche, Marco Antonio Muñiz, Emmanuel y José Luis Perales, a quien escuché por primera vez en la casa de El Cuervo. Y luego salto al viaje que hicimos mi hijo, Beto y yo a Oaxaca o ese otro donde Beto, Javier y yo nos hospedamos en Veracruz en el mismo hotel donde se albergaron Tiberio y sus gatos Negros, y a la Puerta de Alcalá donde nos llevó la voz de Ana Belén. La música no cesa, me remueve el alma, abre o cura cicatrices, llena el caudal de ese arroyo que estaba seco y me conduce a ese tiempo cuando la juventud hacía posible todo, incluso a nosotros mismos.


