“Un viaje se vive tres veces: cuando lo soñamos,
cuando lo vivimos, y cuando lo recordamos.”
Miedo a volar
Petrak
Hace muchos años que no viajo; el trabajo, mis problemas de visión, que mi coche ya no está para sacarlo a carretera, que no tengo con quién dejar a mis mascotas… Mi último viaje fue a la ciudad de Teziutlán para internarme en una clínica donde un amigo mío de la infancia me operó de una hernia inguinal. Fue en diciembre de 2014 y el día 27 de ese mes murió mi gatita Tacha. No todos los viajes son de placer, y eso está más claro en ese lugar común de comparar la vida con un viaje. Sin embargo, puedo sentirme afortunado, mi vida ha sido rica en experiencias y entre ellas puedo contar el haber conocido un buen número de ciudades, paisajes y países que alimentaron mi curiosidad y mis ansias de aventura. No pretendo hacer un recuento de ello, decir que conocí la Alhambra, que visité el Museo del Oro en Bogotá, que subí en teleférico al volcán Pichincha en Ecuador… poco o nada puede decirles a quienes conocen esos lugares y a quienes no, también. Más importante es, creo, el descubrimiento, las reflexiones, las fibras del alma que se mueven cuando despierta uno aquellas vivencias escondidas en los recovecos de la memoria, los temores, la excitación, la plenitud al respirar un aire distinto y los medios para llegar a ello.
A lo largo de mi vida he viajado en tren, en carreta, en mula, en planeador, en autobús, en coche, en avión… en avión, ¡ah! La sordera de mi primer vuelo vuelve como una ola salada y fría, yo temblaba y cuando la encargada del “check in” me hizo una pregunta, mis oídos se cerraron… cuando no le contesté a la primera, creo que me habló en inglés y yo seguía mudo y sordo, pero eran los nervios, al final logré sobreponerme y disfrutar la experiencia, un vuelo corto a la ciudad de Monterrey. Unos años después, en 1994, mientras coordinaba la Licenciatura en Comunicación de la Ibero me vi reflejado en un subalterno mío que me acompañó a la Universidad Autónoma de Baja California a un encuentro de CONEICC (Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación en Ciencias de la Comunicación). Literalmente entró en pánico cuando el avión despegó y tuve que emborracharlo para que se tranquilizara un poco. Su resistencia a subirse al avión, al regreso, requirió de mucha energía de mi parte. Su fobia fue tal que, un año después, cuando debió sustituirme en el encuentro anual de esa organización en Colima y, aunque se le entregaron los boletos de avión, prefirió, sin informarme, no utilizarlos y pagar de su bolsa los pasajes de autobús.
En octubre de 1994 debí viajar a Venezuela, a la Universidad Católica Andrés Bello a una reunión de escuelas jesuitas, me acompañó mi jefe, Diego García, español QEPD. Fue cálida la recepción, una chica, que yo creí era nuestra edecán, no me soltó ni un momento, se sentó conmigo durante la comida y me acompañó al hotel por la noche. Al llegar, se podía sentir una atmósfera tensa en la calle. Acababan de matar a una mujer para robarle los zapatos y no, lamento enfadar a mis amigos de derechas, en aquel momento no gobernaba Chávez en Venezuela. El presidente era el demócrata cristiano Rafael Caldera y la economía venezolana, como la mexicana de aquellos años, estaba en dificultades, se había desatado una profunda crisis bancaria, con fuga de capitales, especulación y la consecuente implementación del control de cambios y la suspensión de garantías constitucionales, incluida la libertad de expresión. Mi “edecán” me tomó del brazo y me miró, adiviné un tenue anhelo en ella: “¿qué vas a hacer?”, me preguntó.
—Voy a descansar, ¿por qué?
—Podríamos ir a mi casa… te podrías quedar algunos días conmigo.
Fue un momento embarazoso, incómodo.
—No puedo, mañana debo estar en Bogotá, allá me va a alcanzar mi esposa.
—¿Eres casado? ¡¿Por qué no me dijiste?!
—Lo siento… no me preguntaste… yo…
Se marchó, pero volvió al día siguiente, temprano, para despedirse.
Y tomé el vuelo a Bogotá, el de D arribaría antes que el mío y acordamos buscarnos en el aeropuerto, está por demás decir que apenas en 1990 se inventaron los teléfonos móviles digitales y no contábamos con uno (eran caros y muy pesados). Incertidumbre…
En el avión hice un movimiento brusco mientras miraba los Andes y las nubes por la ventanilla. Sentí un dolor en la nuca, luego vino un mareo y volví a la normalidad.
Nos encontramos a la mitad de un pasillo oscuro y frío. Nos abrazamos y nos tomamos un delicioso café colombiano en un expendio. Pasamos una noche en Bogotá y al día siguiente volamos a Cali. Yo sumaba vuelos y había perdido el miedo a los aviones. VIII Encuentro Latinoamericano de Facultades de Comunicación Social (FELAFACS), conferencias, desayunos de a dólar en una fonda (también allá se llaman así) y un maldito mareo que me provocaba arcadas, la última noche que pasamos en Cali se había convertido en un tormento, el vértigo de un péndulo que oscilaba entre el abismo y la náusea. A unos metros de donde nos hospedábamos había una logia masónica, esa noche había “tenida” y me identifiqué como hermano. Había un médico que me dio cita al día siguiente: tenía la glucosa alta, me recetó un medicamento y me dio instrucciones para hacerme estudios al llegar a México. Por lo menos había desaparecido mi miedo a volar. No sabía lo que nos esperaba. A mitad del viaje, el piloto nos informó que ya volábamos sobre El Salvador y pensé en mi hijo, que se encontraba allá, y en que me gustaría verlo… un golpe sordo, una sensación de que el avión perdía velocidad, por unos segundos se apagaron los luces y la nave dio un giro largo hacia atrás. Le comenté a D, pero no le dio importancia, “algo ha pasado”, me dije y agucé los sentidos, el mareo volvió, las azafatas se dirigieron a la cabina del piloto, un par de minutos después comenzaron a retirar los refrigerios que no hacía ni quince minutos habían repartido, como varios pasajeros, protesté. La sobrecargo me dijo, “vamos a hacer una escala, ya vamos a aterrizar” … en efecto algo estaba pasando, me asomé por la ventanilla, el piloto nos informó que haríamos una escala en San José de Costa Rica, desconcierto. A un lado de la pista se habían formado ambulancias, carros de bomberos, vehículos militares, el avión tocó tierra y se jaló hacia un lado, así se movió hasta el final de la pista. Nos dieron instrucciones de tomar nuestras pertenencias y nos condujeron a una sala de espera, espera, espera, hasta que los paisanos se quejaron (mexicanos tenían que ser). Queríamos información. Se presentó alguien del aeropuerto y nos pidió calma, nos dijo, así, claramente: “son muy afortunados, explotó una turbina en vuelo y están aquí gracias a la pericia del piloto”. Estaban buscando un avión que pudiera reemplazar al nuestro, mientras tanto nos llevarían a un hotel en la capital tica. Unas horas después nos subimos a un avión “totolero”, bastante maltratado, pero arribamos a nuestro destino, de madrugada, a salvo.
Colofón
Diciembre de 1994, me había hecho los análisis de sangre y salieron negativos en cuanto a diabetes, me dieron cita en el IMSS, en especialidades para checarme del corazón, los oídos, la presión arterial… normal. Todos los días acudía al gimnasio y un día sentí un dolor como el que me afectó en el avión. El dueño y entrenador, el Doctor Guzmán, quien además de Mister México era médico, encontró la causa de mis mareos, tenía una vértebra cervical desviada, un movimiento al levantar la barra de pesas la puso en su lugar. No más molestias. Ese año, el Popocatépetl inició, después de décadas de estar dormido como su pareja el Iztaccíhuatl (mujer blanca, mujer dormida) su ciclo actual de erupciones.


