Eugenio Yarce
Las instituciones de educación nacieron como un espacio de libertad: un lugar donde las preguntas eran más importantes que las respuestas. Hoy, ese ideal se encuentra bajo presión. La inteligencia artificial (IA) y las agendas externas están transformando la academia a una velocidad que deja poco espacio para la reflexión.
El caso de la California State University (CSU) ilustra el dilema. Con 460 mil estudiantes anunció su alianza con Amazon, OpenAI y Nvidia para convertirse en la primera “institución empoderada por inteligencia artificial”. La iniciativa promete modernizar la educación, En CSU los estudiantes aprenden a usar herramientas como Bedrock o ChatGPT Edu.
El entusiasmo por la IA es comprensible; personalizar el aprendizaje y ampliar el acceso al conocimiento es el sueño de todo rector o rectora. El riesgo no es utilizar la tecnología, sino renunciar al pensamiento crítico que debe acompañarla. Cuando las instituciones de educación dejan de formar a pensar con IA y empiezan a dejar que la IA forme por ellas, algo esencial se pierde: el desarrollo intelectual. Una estudiante lo resumió con ironía: “Aprendes, sí, pero también escuchas el discurso de ventas”. La formación se confunde con marketing y el conocimiento empieza a vestirse con marcas.
Mientras tanto, otro fenómeno se desarrolla en paralelo. Las presiones externas sobre la educación han empezado a definir lo que puede enseñarse; se restringen contenidos y se modifican planes de estudios, recursos didácticos y pedagógicos.
Pero el riesgo no se limita a las instituciones; alcanza a los estudiantes. La filósofa Anastasia Berg, profesora de la Universidad de California, advierte que al delegar en la IA las tareas de lectura, redacción o análisis, los estudiantes pierden la capacidad de pensar con lenguaje propio. A ese proceso lo llama “subcognición”;una degradación del juicio, una sustitución del esfuerzo intelectual por la IA.
Su advertencia es profunda. Si el lenguaje es el instrumento con el que comprendemos el mundo, dejar de ejercitarlo equivale a perder el mapa que nos permite comprender la realidad. Sin la práctica de leer, escribir, debatir y equivocarse, los estudiantes no solo se vuelven dependientes de las plataformas, sino que pierden su brújula interna que les permite comprenderse a sí mismos, y sin esa comprensión, la democracia se debilita.
Las ideas de Berg se conectan con lo que Tim Wu, profesor de Columbia, denomina “modelo extractivo”. Las grandes plataformas como Amazon, Google, Meta, no solo acumulan datos o ganancias; también extraen atención, tiempo y creatividad. En educación, ese modelo se traduce en instituciones que miden su éxito por clics, convenios o certificaciones, y no por pensamiento crítico, la colaboración y la autonomía.
No es coincidencia; el modelo educativo y el económico comienzan a parecerse. Ambos premian la velocidad, la inmediatez y la repetición. Ambos desconfían de la pausa, la duda y la reflexión.
No se trata de oponerse a la tecnología. La inteligencia artificial puede ser una herramienta valiosa si se integra con propósito y discernimiento. La pregunta no es si debemos usarla, sino cómo y para quién. Si las instituciones de educación pierden su voz crítica, pierde su razón de ser. Si el aula se convierte en una sucursal de Amazon o en un espacio vigilado y acotado, habremos sustituido la búsqueda del conocimiento por la obediencia al algoritmo.
En México, este desafío no es ajeno. Tanto las instituciones públicas como las privadas enfrentan presiones similares: presupuestos a la baja para la investigación, dependencia tecnológica y creciente influencia de fuerzas externas. Si queremos que la educación sea motor de desarrollo necesitamos fortalecer la investigación, la transferencia de conocimiento y la colaboración con propósito.
El futuro de la educación no se construirá en Silicon Valley, sino en la capacidad de las instituciones de educación para seguir siendo autónomas, críticas, y centradas en el estudiante. Porque la libertad académica no consiste en tener acceso a todas las herramientas, sino en conservar la capacidad de decidir cómo y para qué usarlas.
Formar -más que solo educar- en libertad sigue siendo el mayor acto de innovación.


