Alejandra Fonseca
De niña alguien de cincuenta o sesenta años me parecía un anciano. Hoy estoy convencida de que la edad es un espejismo: lo que en verdad pesa no son los años, sino las circunstancias.
La semana pasada lo comprobé. Tuve una reunión en Ciudad de México y regresé de inmediato a Puebla para estar presente a la operación del ojo de Ash, mi perrita recién adoptada. El día fue largo, estresante y exigente. Al llegar a casa, mi otra perrita Michi presentó fiebre por infección por lo que y el desvelo fue doble y me convertí en enfermera improvisada de mis dos perrhijas.
Al día siguiente, en el trabajo, apenas funcionaba para lo elemental. Me mojé la cara en el baño, me miré al espejo y no vi las arrugas: vi el enorme cansancio que pesaba como montaña. Entonces un compañero me ofreció algo impensable: Un espacio donde poder cerrar mis ojos y relajarme. Acepté incrédula como autómata.
Me tocó vivir uno de esos momentos donde el cuerpo le gana a la voluntad. Por minutos dormí tan profundo que al despertar no sabía dónde ni por qué estaba ahí. Fue un gesto sencillo de Gerardo, casi anónimo, que me recordó que la humanidad sobrevive en actos mínimos: en una silla ofrecida, en la empatía inesperada, en el descanso compartido.
Con los años uno aprende que el cuerpo resiste más de lo que se cree. No duelen las rodillas ni la espalda. Es el cansancio el que te vence. En contraste, mis perrhijas me ofrecen todo el ánimo para resistir y seguir adelante con lo que sea necesario, en una lección elemental: no juzgan, no manipulan, no calculan. Solo aman y agradecen con su infinita gratitud y alegría de vivir, con ese amor sin dobleces, sin arrogancia, que se sostiene a prueba de todo.
Al final los años pasan, pero no pesan. Pesa la indiferencia. El cansancio verdadero no nace de las madrugadas acumuladas sin dormir, sino de vivir en un mundo que insiste en no detenerse a mirar lo que realmente importa.
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