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–Y tú, Montserrat, ¿qué quieres ser de grande? –preguntó la maestra de preescolar.

–Quiero ser feliz –respondió la pequeña, muy convencida.

¿Qué tonterías decía esa niña de enormes ojos negros? ¿Por qué no doctora o astronauta, o cualquier cosa, que, a fin de cuentas, a esa edad todas las ambiciones profesionales son igualmente válidas? ¿Por qué no, maestra por el ITAM? ¡Tache a la niña!

La felicidad es la aspiración más genuina del ser humano. Lo sabemos de niños, pero lo olvidamos de adultos cuando las pequeñas cosas que nos hacían felices, una pelota, un patio de recreo o un par de mejores amigos, son reemplazadas por otras pequeñeces, un pequeño buen salario, una pequeña fortuna o una pequeña villa en San Marino con una piscina más grande que la del vecino.

El consumismo, el estilo de vida que persigue las recompensas materiales en lugar del desarrollo espiritual, escribe Lev Tolstói, “es la doctrina que rige el mundo” –el mundo de los adultos, claro–. Cuanto más ricos son los hombres, advierte, sin embargo, menos felices son:

El autor de ¿Cuál es mi fe? Iglesia y Estado (1891), observa cinco condiciones generales para ser felices: gozar del sol, del cielo, del aire puro, de la naturaleza; tener salud; trabajar haciendo lo que nos gusta; estar con nuestras familias y fraternizar con nuestros semejantes.

Los ricos, explica, difícilmente pueden ser felices de veras pues acumulan telas, piedras preciosas y maderas labradas pero no las contemplan bajo la luz del sol sino con alumbrado artificial; sufren enfermedades derivadas de la falta de trabajo físico, del estrés y de sus muchos excesos; tienen trabajos bien remunerados pero odiosos, familias con perrito pero que les son una carga y solo unos pocos amigos.

Como se observa, el elemento central de la tesis de Tolstói es el último de los mandamientos de un celebérrimo decálogo: No codiciarás. Su obra es una apología a la pobreza, a la sencillez del hogar, del vestido y de la alimentación, pero sobre todo es una crítica feroz a las frivolidades de los ricos. El autor no aborrece al rico porque es rico sino porque es avaricioso:

–¿Cuánta tierra necesita un hombre? –reflexiona quien murió en la cama más austera. –¡Dos metros de la cabeza a los pies y nada más!

¡Ay, si Tolstói hubiera conocido a los neoliberales!

El culto a Mammón es la esencia del neoliberalismo. El modelo político-económico dominante durante medio siglo ha convertido la codicia, que es un vicio privado que antes quedaba entre el pecador y el cura, en una virtud pública digna de imitarse. El ruso irreprochable vomitaría al funcionario público corrupto que utiliza su cargo para embolsarse un dinerito extra; al contratista que infla sus precios injustamente; a los Larrea, a los Servitje, a los Fernández Carbajal y a los demás empresarios evasores de impuestos.

(Tolstói, de hecho, los vomita todas las mañanas pero no nos hemos dado cuenta).

Por: Francisco Baeza

@paco_baeza_

Por IsAdmin

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