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Cualquiera de nosotros tiene derecho a sus caprichos. Todos nos damos nuestros gustos, por modestos que sean. Se vale, siempre y cuando no se paguen con el recurso de otras personas. Y mucho menos si esos caprichos se pagan con recursos del erario gracias al poder público ganado en las elecciones. Tomar decisiones por mero capricho, sin fundamentación y en contra del interés público, sin importar las consecuencias económicas y sociales, es un abuso del poder conferido por los electores. Incluso puede catalogarse como acto de corrupción.

El ejemplo más evidente es la cancelación del NAIM. No voy a profundizar, pero es el ejemplo más conspicuo y claro de que haberlo cancelado fue esencialmente un capricho que no benefició a nadie. Más bien, su cancelación ha tenido y sigue teniendo consecuencias graves de tipo social (pérdida de empleos, desarrollo regional…) y de tipo económico (100 mil millones de pesos tirados a la basura, sobreprecio en el pago de los bonos, minusvalía de los trabajadores en sus Afores, inestabilidad e incertidumbre que daña la inversión, entre otras). No importaron estos efectos de la decisión presidencial que fue tomada, además, de forma arbitraria y sin sentido. Un capricho por demás costoso para los mexicanos.

Un segundo ejemplo es la revisión de la política energética que, entre otras cosas, busca “recuperar a Pemex y la soberanía energética”. Desde su nacimiento, Pemex ha sido rehén de los grupos de poder político y de su sindicato, con altos grados de corrupción; rehén de las finanzas públicas y de la apropiación de los activos de la nación por unos cuantos, incluidos los huachicoleros (ver mi trabajo “Pemex y la macroeconomía mexicana, 1938-2011”, en Pemex 75 años. La empresa, su gente y la economía mexicana. 2012, pp. 19-86). Su “recuperación” debería constituir, más bien, su “rescate”, para convertirla en una empresa que le genere valor a México, y no sólo a sus funcionarios, a su sindicato o a la clase en el poder político. Enderezar sus vicios es una tarea titánica que no se logrará en unos años. Los intentos del sexenio pasado de reformar el sistema de pensiones de su sindicato e inyectarle recursos para disminuir el pasivo laboral (el gasto en sus pensiones equivalió, en 2017, a 71 por cieno de su nómina anual), de reestructurar su perfil crediticio, de acercarla con socios que le permitieran competir y transformarse en una empresa pública modelo, apenas comenzaban a enderezar el barco. Se había logrado mejorar sus perspectivas económicas de mediano plazo, no obstante la enorme corrupción, aunque su situación seguía siendo delicada debido a muchas razones, algunas de ellas fuera de su control.

El cambio de gobierno se ha empeñado en cambiar el rumbo. En convertir a Pemex en el “baluarte” del Estado mexicano que nos permita “recuperar” la soberanía energética, definida esta como producir nacionalmente el 100 por ciento de la demanda de combustibles. Por ello se han cancelado alianzas con empresas privadas para la exploración y producción en aguas profundas, se invertirá en la reconformación de las seis refinerías y la construcción de al menos una nueva en Tabasco, se invertirá mucho más para aumentar la producción de crudo a 2.4 millones de barriles diarios para 2024.

Muchos han sido los analistas y personas conocedoras del sector, dentro y fuera del país, que han criticado la estrategia de Pemex y su plan de negocios de los siguientes años. La visita a Nueva York del secretario de Hacienda y del director Financiero de Pemex dejó más que insatisfechos a los grandes inversionistas y tenedores de sus bonos. La develación del diario Reforma de un estudio del Instituto Mexicano del Petróleo, que afirma que la pretendida nueva refinería de Dos Bocas no tiene viabilidad económica ni financiera, confirma la debilidad de los planes a futuro de la empresa. Ello también se concretizó antier en la reducción de dos escalones en la calificación de Fitch a la deuda de Pemex, dejándola al borde de quitarle el llamado “grado de inversión”. Ello aumenta de inmediato el costo de su financiamiento y abre la puerta para arrastrar la calificación de la deuda de todo el país (ya no sólo de Pemex). El monto es grande, pues ya pagamos anualmente alrededor de 800 mil millones de pesos de servicio de la deuda.

Esta obstinación de pretender un camino aparentemente loable de autosuficiencia energética, pero que es imposible en la realidad dadas las características de nuestro crudo y de innumerables otras consideraciones, está costando ya miles de millones de dólares. Si se eliminara totalmente el huachicol, que es poco menos que imposible en el corto plazo, la “ganancia” para Pemex sería de 65 mil millones de pesos según el dato de AMLO, alrededor de 3.3 mil millones de dólares. Esa cifra palidece si contamos los casi 15 mil millones de dólares que cuesta la refinería, o el aumento del costo del financiamiento de la deuda de Pemex, que es de alrededor de 80 mil millones de dólares.

Los caprichos y las obcecaciones de quien tiene el poder público pueden llegar a tener costos inmensos. La ausencia de autocrítica, de escucha atenta a quienes saben, de contrapesos que limiten los antojos o las decisiones irracionales en el gobierno de AMLO, están resultando muy costosas para los mexicanos. Así, ¿cómo se podrá afirmar que “primero los pobres”?

 

Por: Enrique Cárdenas Sánchez

@ecardenaspuebla

 

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